Paisaje con la caída de Ícaro (Cuentos de sábado en la tarde) | EL ESPECTADOR

2022-06-18 22:01:43 By : Ms. Lisa Liu

Sus dos otras amigas –Ila y Nara– la acompañaron en un coro desafinado que resonaba en lo alto de un acantilado como una antigua burla. Las tres tenían quince años. Sus cuerpos eran delgados y morenos. Kari –como le llamaba su madre– tenía una mirada siempre desconfiada, un pelo rizado y negro que parecía la hermosa sombra de una palmera canaria y se vestía con la ligereza de quien le estorba la edad. Las tres habían pasado la niñez juntas y querían escapar rápido de esa adolescencia aletargada, sin separarse. La tarde era fresca, el viento corría suave entre bejucos, campanos y uno que otro mal pensamiento, y Jerónimo, encima de su bicicleta, solo esperaba en silencio a que las risas se agotaran.

Un día después, llegó a su casa con un bichofué de cuello blanco entre sus manos. El pájaro estaba muerto. Era medio día y el calor circulaba pesado alrededor del patio interior. Jerónimo lo atravesó sin apenas saludar a sus abuelos que se refrescaban, junto a dos grandes ventiladores, y jugaban a recordar sus días juntos en una eterna lasitud y veían a su nieto refugiarse rápido en la habitación. Cerró con seguro la puerta, se quitó los zapatos de cuero, la camisa sudada del instituto, el pantalón de algodón desgastado y se acomodó en calzoncillos en su cama. Desplegó una cartelera color rosa y encima de esta, puso boca arriba el cadáver tieso de esa pequeña ave que lo miraba con unos ojos abiertos y vacíos. Una línea fragmentada de sangre negra quedaba aún entre la panza y el pico. Le tomó varias horas terminar los muchos dibujos que hizo de las alas: unos más formales y académicos que simulaban los libros de biología, otros con trazos más libres y con ilegibles anotaciones que iba dejando según su curiosidad. La noche lo encontró dormido sobre la cartelera y con el bichofué de cuello blanco –que también parecía dormir–en su mano izquierda.

Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖

Jerónimo era un niño de catorce años criado desde siempre por sus abuelos. Tenía el gusto de escuchar boleros mexicanos con don Aldemar –el abuelo– y de ver horas y horas a su abuela –doña Alicia– tejer pájaros y urdir colores en paisajes siempre alegres. Cada dos o tres días a la semana, se escapaba en las tardes frías hasta el acantilado para dibujar a lápiz buques de carga y botes pesqueros; imaginar países de lenguas guturales y ver a escondidas los torsos desnudos de Karina, Ila y Nara cuando saludaban al mar. Era enamoradizo, sensible y decidido. Y sentía por Kari –como la llamaba su abuela– una atracción que él no podía ubicar con claridad entre el amor, el deseo o la posesión. Quería vivir con ella todas sus primeras veces: su primer beso largo y torpe detrás de las nubes que se despegan del mar temprano en la mañana, su primer viaje nocturno en bote por la ciénaga y el manglar; sus primeros dibujos de labios, manos y orejas de una mujer distinta a su abuela, y su primera vez dentro de alguien enredado en la arena, la sal y los cangrejos.

La habitación de jerónimo ya estaba adornada con varios dibujos a lápiz de alas y plumas de especies pequeñas de aves. Entre las escogidas estaban: un reyezuelo bicolor, un oriol amarillo, un cuervo caribeño, una paloma pechiblanca y hasta una garza plateada. Además de coleccionar cadáveres de pájaros mortecinos, debajo de su cama tenía amontonado fardos de hojas de plátano y palmeras tropicales, y unos diez metros de soga de fique. Además, tenía dos tarros, de un litro cada uno, de cola blanca casera. A pesar de sus avances, Jerónimo seguía inquieto. Inconforme.

El día que llegó con un albatros errante muerto, su abuela se atrevió a enfrentarlo.

–Jero ¿por qué traés un maldito pájaro muerto de ese tamaño a tu casa? – le dijo con una voz perdida entre el sueño y la rabia.

­–Por amor abue– contestó sin siquiera mirarla.

Le sugerimos: “Cosas por ser vistas”, la consolidación de las Maravillas del Mundo

Sus ambiciones habían cambiado. Después del albatros errante, siguió con una garceta blanca y, por último, una hermosa tijereta de cuello rosado que sangraba por la nariz cuando la acostó sobre su cama. Jerónimo estaba listo. El tiempo –y el instinto del hombre nuevo enamorado– lo llevó de pájaro en pájaro hasta encontrar el método perfecto. Hizo un par de ensayos en el patio trasero de la casa. Acomodó sobre los pastizales quemados por el sol matas de yuca dulce para que amortiguaran su ímpetu y le evitaran heridas innecesarias antes del gran día. Durmió tranquilo.

Salió de la casa cargado de costales y bolsas plásticas en una tarde que olía a sulfuro y sal. Al fondo sonaba Amorcito Corazón de Pedro Infante cantado por la voz débil y ronca del abuelo Aldemar. Llegó al acantilado cuando el sol rebotaba sobre el mar, casi besándolo. Se tranquilizó cuando sintió un viento fuerte y decidido golpeándole su espalda. A lo lejos, alcanzó a ver la figura de Karina, Ila y Nara acostadas boca arriba. Parecía que estaban desnudas (la distancia no permitía aseverarlo con precisión). Dejó en el suelo su carga y empezó a armar las alas. Le tomó una hora larga terminarlas. Eran grandes, soberbias; y las hilachas de las palmeras y las hojas de plátano coloreaban de verde aguamarina la posibilidad de volar solo unos instantes, solo unos segundos, frente a los senos descubiertos de Karina. Antes de colocárselas y amarrárselas en la espalda, se desnudó. El viento empezó a soplar más fuerte mientras ululaba promesas. Jerónimo parecía un polluelo encartado con sus enormes alas. Lo primero que hizo fue empezar a aletear con suavidad y correr en contra de la dirección de la brisa marina. De repente, empezó a levantarse del suelo aprovechando pequeñas ráfagas que entraban por el frente y lo rodeaban en círculos que lo arrastraban sin mucho esfuerzo. La tarde era dorada, el sol se rompía contra su rostro con la fuerza de una luz plena y las únicas nubes descansaban muy arriba, casi indiferentes. Él solo quería ser un pájaro más.

Diez minutos después de comenzar a aletear sin lograr nunca alzar vuelo, un viento brusco e intempestivo lo arrojó al cielo en cuestión de segundos. Jerónimo aleteaba con fuerza para redirigirse a donde lo esperaba Karina acostada en una tarde sin aves. A medida que subía, el aire era más frío y los sonidos más huecos. Un silencio extrañó invadió el paisaje y la distancia hasta el suelo le confirmó que estaba volando. Aleteaba y reía como el niño que era. Recordó otra vez la voz de su abuelo y los grandes tejidos que su abuela hacía por pedido. Reparó en los buques y en los botes que se alejaban de su vista hasta convertirse en pequeñas manchas grises azuladas. Era un paisaje compuesto de verdes, azules, negros y naranjas. Estiró los brazos y en cortos movimientos intentaba acercarse al acantilado, a esa mujer que desconocía que encima de ella volaba un niño –un hombre– que había logrado lo imposible solo para que lo dejara refugiarse en su pecho por un largo instante.

Podría interesarle: Historia de la literatura: “La muerte en Venecia”

El sol empezó a esconderse detrás de las aguas quietas y rumorosas de un Atlántico inabarcable. Karina, Ila y Nara se vistieron con prisa, recogieron sus cosas y empezaron a caminar de vuelta hasta sus casas. Desde arriba, muy arriba, una voz intentaba gritarles un milagro mientras seguía planeando sobre un mundo que empezaba a apagarse. El viento seguía, pacientemente, meciendo a Jerónimo sin permitirle su propia voluntad. Estaba atrapado entre el cielo y un acantilado ya dormido. Había llegado demasiado lejos. Tenía que quitarse sus alas de hojas de plátano y palmeras tropicales para regresar al lado de sus abuelos desmemoriados, al lado de las risas burlonas que despertaban sus preguntas sobre el derecho al deseo correspondido. Jerónimo alargó los brazos y soltó las amarras de fique hasta deshacerse de sus alas. Y entonces cayó lento y su silueta oscura se empezó a desvanecer contra un horizonte igualmente oscuro.

Esa noche los pescadores cenaban con sus familias pargo rojo y arroz con coco, los abuelos de Jerónimo miraban el cielo y se mecían en sus sillas de madera rústica, como era costumbre, hasta quedarse dormidos y Karina alistaba el vestido de baño que iba a usar en otra playa lejos del acantilado.